El joven Cicerón

ℰ𝓁 𝒿ℴ𝓋ℯ𝓃 𝒞𝒾𝒸ℯ𝓇ó𝓃 𝓃ℴ𝓈 𝒸𝓊ℯ𝓃𝓉𝒶 𝓈𝓊 𝓁𝓁ℯℊ𝒶𝒹𝒶 𝒶 ℛℴ𝓂𝒶:

Roma me envolvió con su grandeza desde el primer momento. Mis pasos resonaban en las calles empedradas, mientras observaba con fascinación los majestuosos edificios y templos que se alzaban ante mí. Apenas era todavía un niño y ya sabía que había sido escogido por la Diosa Roma para darle palabras.
Mi destino era el Foro, el corazón palpitante de la República. Allí, bajo la atenta mirada de las imponentes estatuas, me preparaba para convertirme en abogado, siguiendo los pasos de los grandes oradores y políticos que la habían formado.

Mis maestros, Mucio Escévola y Craso Orator, hombres de gran sabiduría y elocuencia, me inculcaron las artes de la oratoria y el debate. Aprendí a analizar leyes, a construir argumentos sólidos y a defender mis ideas.

En mi mente, ya me veía triunfando en los tribunales, enfrentándome a los demagogos populistas. Yo, con la fuerza de mi intelecto y la justicia como bandera, sería la voz de Senado y el Pueblo romano, el defensor de los derechos tradicionales y la estabilidad.

No anhelaba la gloria militar ni el derramamiento de sangre. Mi ambición era conquistar Roma con la fuerza de mis palabras, convertirme en un líder capaz de unir al pueblo y guiar a la República hacia un futuro próspero.

En las noches, bajo la luz de la luna, recitaba discursos imaginarios frente al Senado.

Sabía que el camino no sería fácil. Roma era una ciudad llena de intrigas y ambiciones desmedidas. Pero yo estaba dispuesto a afrontar cualquier desafío, a convertirme en el «Padre de la Patria», no con la espada, sino con la fuerza de la palabra.
Roma, con su grandeza y sus contrastes, me había cautivado por completo. Era mi nuevo hogar, el escenario donde se forjaría mi destino. Y yo, Marco Tulio Cicerón, estaba listo para escribir mi propia historia.

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